A LA SOMBRA DE DOS REACTORES EN RUINAS

ANTONIO GARBER

 

Hijo mío,

Lamento no haberte escrito antes. Aunque siempre tuve una memoria defectuosa, hasta hoy jamás la relacioné con los genes. Comencé a sospechar de mi inmortalidad cuando los fragmentos erosionados de mi pasado se volvieron más difusos y las muertes que ejecutaba bajo encargo se multiplicaban.

Pero anoche, me encontré con el presagista. Ahora, no solo conozco mi futuro, sino también mi pasado. Sucedió así:

La niña agonizaba cuando llegué al asentamiento. Los vientos del sur traían consigo algo oscuro y maligno: un antiguo mutágeno, enterrado bajo capas de sedimentos, había vuelto a escapar dispersándose en el aire. Atravesé un patio salvaje de enredaderas que exhalaban una podredumbre dulzona y luego empujé las puertas medio descolgadas de madera. En el vestíbulo colgaba un cuadro de Caín, envuelto en una capucha bajo el rojo crepuscular y arrastrando los pies descalzos por un páramo yermo. Sus ojos, como los míos vacíos de esperanza, miraban hacia adelante.

En el salón, un círculo de rostros resignados se abrió al verme. El que decía ser el padre me condujo por un largo pasillo por el cual las sombras danzaban cruelmente.

—El presagista está con ella —murmuró. Su prótesis oxidada se balanceaba con lentos chirridos bajo el muñón del codo.

El presagista... Para mí no era más que un charlatán que se ganaba la vida engañando a los que no habían hecho las paces con la muerte.

—¿Cuándo empezó lo inevitable? —pregunté evitando el tema.

—¿Viste el arroyo de aguas negras a la entrada del asentamiento? —me confió con tono neutro pero apagado. Asentí—. Hace cinco días la encontramos con la cabeza dentro, desmayada.

Tras una puerta desvencijada brotaban lamentos que se fundieron con el chirrido que hizo al empujarla. La estancia era de techo bajo de madera y paredes de estuco marrón, irregulares, que daban el aspecto de haber sido tallada en una mísera cueva. El resplandor pálido de la luna se derramaba a través de las cortinas.

Tres mujeres llorosas y un niño tuerto pero inexpresivo observaban a la niña encamada. Sus pies eran una masa amorfa de coágulos de sangre. El presagista, envuelto en su túnica, estaba sentado al borde del colchón con sus guantes negros descansando sobre el regazo.

—¿Sabes quién soy? —preguntó a la pequeña.

—Voy a morir —dijo ella, asintiendo.

Bajo las sombras, el rostro macilento del presagista parecía erosionado por el tiempo. Pero los ojos, hundidos y de penetrante intensidad, lo traicionaron revelando una sobrenatural energía.

—No debes preocuparte por eso —contestó—. Todos morimos.

—Pero yo no quiero —susurró la niña. Su voz era un tenue roce de papeles finos, la frente estaba perlada de sudor—. Me hubiera gustado visitar otros lugares.

La madre ahogó sus sollozos frotándose contra la manita de su hija. El niño, demasiado joven para comprender, fue apartado con brusquedad por las otras mujeres cuando el presagista extendió su mano hacia la criatura.

—¿Quieres averiguarlo? —preguntó.

Ella tomó su mano, y él comenzó a hablarle de cómo, en otra vida, habría viajado libremente como mensajera entre asentamientos, de cómo, a los veintidós años, se casaría enamorada con un desenterrador de tecnología itinerante. También le dijo que, ya anciana, cuidaría a sus nietos con el mismo cariño que ahora recibía de sus padres. Mientras escuchaba, una sonrisa de alivio iluminaba el rostro de la niña.

—¿A qué esperas? —me dijo el presagista. Miraba de soslayo, con urgencia. La madre, comprendiendo lo inevitable, se aferró con más fuerza a la niña.

Abrí el estuche lacado y busqué la aguja. Golpeé suavemente el vidrio, observando el brillo mortecino del líquido. Luego, tomé el bracito de la pequeña. Las venas, antes azuladas, se habían oscurecido casi por completo, adquiriendo el tono de los cristales opacos. Mientras el presagista hablaba, hundí la aguja. La niña seguía sonriendo, incluso cuando su mirada se congeló en las cortinas meciéndose bajo la misma brisa virulenta que la había matado.

Me acordé entonces de ti, hijo mío. De tu sonrisa. De tu mirada.

Me levanté en silencio, tenso. La madre sollozaba mientras el padre, con ojos brillantes, se frotaba la prótesis como si un dolor fantasma lo punzara. En el patio, me aferré desesperadamente a una de las enredaderas. Vomité sobre el barro y me incliné, jadeando.

—Habiendo vuelto de la muerte tu oficio, uno pensaría que ya estás acostumbrado —dijo una voz.

El presagista me ofrecía un pañuelo con sus manos enguantadas. Lo rechacé con un gesto hostil, fijándome en los destellos plateados de su cabello. Parecía anciano, y al mismo tiempo joven. Igual de contradictorio que su profesión.

—¿Y tú, cuán acostumbrado estás a las mentiras?

—Disculpa si te ofendo —dijo, ignorando mis provocaciones—. ¿Por qué te afecta tanto la muerte de la niña?

—¿De verdad llamas a esas mentiras piadosas futuro? —contesté en una réplica.

—El futuro no es más que un eco del pasado. Ven conmigo y te lo mostraré.

Consentí apoyarme en su hombro mientras recuperaba fuerzas, sintiendo cómo su extraña familiaridad me atraía cada vez más. Dejamos atrás los muros ruinosos de la casa y nos adentramos en una polvorienta calle principal, flanqueada por viviendas tapiadas cuyos ocupantes llevaban largo tiempo olvidados. Mientras avanzábamos, el presagista me habló de sus viajes, de la lenta decadencia y de cómo cada excavación desenterraba la tecnología olvidada en un vano intento de frenar el colapso.

—Este nuevo virus es solo otro ejemplo. La serpiente mordiéndose la cola... no importa cuántas veces la humanidad se autodestruya —dijo—. Olvido y repetición.

Llegamos al arroyo. A lo lejos, en un oscuro horizonte en ruinas, se erguían ominosamente dos reactores destruidos, uno más bajo que el otro. Permanecimos un tiempo en silencio, contemplando las aguas negruzcas. Al final, esa extraña familiaridad empezó a deshacer las barreras entre nosotros.

Entonces, le confesé mis temores: el olvido que me acechaba constantemente y la inquietante sospecha de mi inmortalidad.

—A veces, cuando cierro los ojos, veo rostros desdibujados —terminé—. Quizás fueron seres queridos. Quizás no.

—Somos iguales —contestó él. Había sabido que era distinto desde el momento en que me asomé a su mirada—. Homo longaevus. A diferencia del sapiens, el alargamiento de los telómeros prolonga nuestra vida al elevado precio de perder la memoria. Es un mecanismo de supervivencia destinado a preservar nuestra cordura.

Me sentí tentado de lanzarme a las aguas negras, pero me tragué las lágrimas.

—¿Y dónde estaban esos genes inmortales cuando mi hijo murió aplastado en un derrumbe? —dije, con voz temblorosa—. ¿De qué vale la infinita recursión cuando el mundo es un infierno peligroso?

Finalmente, había expuesto mi dolor a aquel extraño. Aun en la penumbra, distinguí sus arrugas. Parecía mucho más anciano y vulnerable que al sostenerme.

—Puedes olvidar de nuevo —murmuró sin apartar la vista de las aguas—. Seguir vagando, aliviar con tus agujas el dolor de los otros mientras ignoras el tuyo.

Había algo inquietantemente familiar en sus gestos, en la manera en que dirigía nuestra conversación. Me tomé un momento, dejando que el silencio se estirara antes de atreverme a responder con voz entrecortada:

—¿Y si no quiero olvidar?

Con una inesperada delicadeza secó mi rostro de lágrimas. No tenía guantes. Me estaba tocando, leyéndome decía.

—Entonces, puede que lo que la humanidad necesite más que nunca ahora a las puertas de la muerte no sea olvido, sino recuerdo y esperanza, hijo mío.

—¿Eso le ofreciste a la niña? —pregunté.

Con su capa oscura ondeando en la brisa virulenta, comenzó a cruzar la laguna negra acompañado del chapoteo de sus botas. Entonces, en la otra orilla, casi al borde de la espesura, se detuvo y giró.

—Escríbele una carta —dijo.

Al desvanecerse en la bruma, permanecí sumido en el duelo y en unos pensamientos tan sombríos como la superficie de las aguas.

Hijo mío, ahora que llegué al final del relato, que en realidad no es más que el principio, y ya no me quedan lágrimas, puedo decirte esto: te extraño con una intensidad desgarradora.

Este conocimiento, tan maldito como esencial sobre la naturaleza de mi vida estragada, agudiza todavía más tu ausencia. Porque, aun condenada a la eterna repetición de crecer y olvidar, de contemplar cómo otros enferman y envejecen, hubiera preferido para ti esta existencia antes que la muerte.

Podría quemar esta carta, borrarte de mi mente. Pero entonces pienso en la serpiente, mordiéndose la cola eternamente como mencionó el presagista. Y junto a la huella de su rostro en el océano de recuerdos que es mi niñez, me parece escuchar de nuevo estas palabras:

«Solo muere quien es olvidado, hijo mío».

Por eso, elijo llevarte siempre conmigo en esta carta junto al corazón. Y tal vez, si existe vida más allá de esta y volvemos a encontrarnos como extraños a la sombra de dos reactores en ruinas, padre e hijo, te la entregaré personalmente.

FIN

© Material protegido por derechos de autor.

ACERCA DEL AUTOR

Antonio Garber (Murcia, 1994), cuyo nombre real es Antonio García Bermúdez, es un escritor e ingeniero español. Creció leyendo ciencia ficción y fantasía. Estudió ingeniería química en la Universidad de Murcia y cuenta con un Máster en Ingeniería Industrial por la Universidad Politécnica de Cartagena. En noviembre de 2024 ganó el XVII Premio Tristana de novela fantástica por su obra U.N.I. En diciembre de 2024 ganó el III Premio Anubis, por su cuento A la sombra de dos reactores en ruinas. Se ha formado como escritor en la Escuela de Escritura Creativa Club Renacimiento (Murcia, España).